Encontré la carta en el suelo, cerca al piso. Sin duda la habían empujado bajo la puerta. La dueña de la casa, donde alquilaba un cuarto, suele hacer eso cuando llegan. A veces las retiene. Las estudia e incluso debió intentar alguna vez abrirlas. La vida no gira en más que estudiar a la gente que visita a los tres inquilinos y las cartas que llegan de manos de gente con acento diferente. Las cartas son sus excusas para estar siempre en la puerta. Siempre al tanto. Creo, sabe tanto de nosotros como no sabemos casi nada de ella. Ella, simplemente, existe, sentada siempre en la puerta, intentando tejer y siempre quemándose bajo el sol, quejándose del calor.
La carta, apenas la reconocí por el sello. No es de aquí y, sin embargo, estaba dirigida a esta ciudad. Soy el equivocado, pero no voy a buscar al verdadero dueño de la misiva. No es importante. No murió nadie, ni a nadie le hubiera importado. Las letras eran bastante curvas, y la redacción estúpidamente rebuscada. Un profesor, sin duda. Un imbécil que trata de de impresionar con una escritura llena de términos y palabras que nadie usa. Entre todas las frases, encontré algunas de Borges. Si tuviera metálico, le respondería haciéndole notar que es un plagiador. Un cabrón plagiador. Y comprendí que debía hacer.
Ayer la encontré, tal como decía la carta, de pelo oscuro, sin ser negro. Más bien delgada, aunque te digo, mi amigo, que en la vida, nuestra fatalidad es aquella que ¡OH! Destino, la que nos hace felices. Te hago, pues participe de mi dicha, que inflama mi pluma, por que ella, ¡OH! Ella es ¿Cómo describirla? Una persona para nada excepcional. Vivía cerca. Supongo que el destinatario también debe vivir cerca. Razón por la cual la carta ha llegado a mis manos. Nada excepcional, diría. Se le forman arrugas al sonreír. Es joven, demasiado delicada. Platicamos. Tiré la carta por la ventana, al terreno baldío que está detrás de la casa. La vieja bajará esta noche para recogerla.
Encontré la carta en el suelo, cerca al piso. Cinco días desde la primera. Sin duda la había puesto contra el sol. Contra el sol que la quemaba o contra el foco que no la calentaba, cuando terminaba el crepúsculo. Habría tratado de leerla, habría tratado de olerla, habría tratado de percibir algún perfume. Algún romance, algo para cuchichear y engendrar sus absurdos. Por que ¿quién entre nosotros es la conoce, la ha escrutado y la comprendido sus ojos azabache? Yo no, por cierto, que en la espesura de sus ojos me he perdido, como en los laberintos de Asterión, por que yo soy un prisionero. ¡Ojala ella sea benevolente y me precie de tener su cariño una vez más y eternamente! Mi laberinto, que quizá obtenga la imposibilidad de resolución sea el amor que le profeso. Se cual es, entonces, la solución. Ella ha aceptado que nunca habrá de conocer otros labios. Te digo, mi amigo, que me soy un prisionero perdido, aunque no tengo por qué quedarme más aquí. Es temprano y tengo un poco de metálico. Un poco de licor de café. Y sé de donde. De seguro ella aceptará un trago. De los licores gana el pan y quizá sepa distinguir el vino tinto del blanco. La carta, será la última. No pueden equivocarse más. El metálico, ojala me alcance, y si no, no importa. ¿Cómo no querer el dinero, que me ofrecen? Las minucias, la preocupación del dinero no interrumpirá su sereno semblante, una vez que consumemos nuestro amor. Deploro la idea de que le falte dinero. En el altar, tendrá el mejor anillo, mi amigo.
Encontré a la vieja introduciendo la carta y al verme la dejó caer al piso. El sello había cambiado, aunque no la dirección de destino. De seguro habría comparado los sellos con otros sobres que ha guardado. Los ha conseguido hurgueteando en la basura, cuando manda a hacer la limpieza de los cuartos. Seguro ha escrutado y ha comprendido. El sello, El origen, el escritor, el cabrón enamorado. Lo odio. Mejor, por que la he besado. Con sus arrugas cercanas a la boca al sonreír y ese sabor a licor de café, ese sabor, esa inmutable imagen de la mente que juega con mis recuerdos, que altera mis sentidos, que me desasosiega y persigue, mi amigo. Me sabe a cuento que ella haya nacido. La juzgo eterna, como el agua, el aire, como el viento por su imagen, misteriosa y tácita y de niña. Al besarla he pasado las manos por su espalda de Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño, y he sentido el sostén. Se ha incomodado, es natural. Aún así, sabía que hacer. Comprendí sus gestos, sus facciones como inscripciones y exergos y monumentos de puntuales historiadores, como tú sabes, la hacen inconfundible. Un misterio, amigo mío. ¡OH! Quiero volver allá y terminar de una vez con esta tribal tristeza, esta saña que lacera mi cuerpo. ¡OH! ¿Cuánto tiempo más? Mi luna nocturna, tu imagen de noche, de noche, jadeamos, aunque escuchamos ruidos, estamos seguros que nadie nos ha visto. La noche, oscurísima, ayudo bastante. ¿Cuánto tiempo más? Debió durar media hora, a lo sumo. Virgen, realmente no creo que fuera, pero con esas cosas es imposible estar seguro, como de las intenciones de la vieja, y sus procedimientos para abrir y cerrar cartas que hasta hoy permanecía oculto. No creo que tuviera mucha experiencia, algunos toqueteos antes de los catorce. Abría cartas, cambiaba el sobre de un baúl lleno de ellos, un surtido manojo de sobres de todo tipo, removía el sello e imitaba la letra. La muy perra…
Encontré otro sobre, en el suelo. El sello, como el primero. El destinatario, escrito correctamente: era yo el dueño y destino de la carta. Se casa ella, se casa. Y estoy invitado a la boda. Han pasado quince días desde la primera.
Encontré la carta, ahora. Antes la encontré a ella, empujando la carta bajo la puerta.
La juzgo eterna, como el viento, parafraseando a Borges. Y sin embargo. Sin embargo, creo que la eternidad me asusta. Su eternidad. Yo no soy eterno, pero sé que, al menos, es humana. Y usa perfume...
Nadie trató de leer la carta. El sobre era auténtico. Le acompañaba un olor a claveles...
lunes, 8 de septiembre de 2008
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